e martë, 12 qershor 2007

La Matanza de Ranquil Reinaldo Morales

Samuel Reyes Huinca es un mestizo que puebla una reducida hijuela en las cercanías del bosque Reigolil, hasta donde hemos llegado. El conoció y ayudó a los perseguidos que cruzaron por ese paso hacia Rucachoroy, caserío argentino encalvado en plena cordillera. Nos dijo que casi todos venían heridos o contusos, enancados en bestias cortadas de tanto correr. “Se detuvieron en este lugar, agregó Reyes Huinca, porque lo hallaron seguro”.Aquí se repusieron de sus machacaduras y narraron los sucesos ocurridos en Ranquil. De lo que más se lamentaban era de hacer dejado a sus mujeres e hijos. Para soslayar el dolor u ocultar el odio que les acosaba, apenas recordaron que muchos de los suyos rodaron heridos de gravedad o murieron y que los más fueron hechos prisioneros por los verdes. Los cadáveres diseminados por los campos quedaron a merced de los buitres que borraron la obra iniciada por el plomo de la policía.La mayor parte de los campesinos perseguidos se transformó en muchedumbre fugitiva. Huían sin destino, como animales salvajes, refugiándose en cuevas naturales o en cobertizos improvisados. A medida que recorrían la dilatada región, con su propia presencia, sin decir una palabra, denunciaban la injusticia que les perseguía implacablemente. Poco a poco se hizo conciencia de los sufrimientos de esas víctimas del terror policial, manejado por la avaricia de los usurpadores de la tierra que el mapuche y sus antepasados labraron con tesón y humildad. Hubo coincidencia en estimar que el mal provino del gobierno, que se mostró insensible a los problemas sociales que se generaban en las tierras del sur, iniciados por la familia Puelma Tupper en las vegas que se extienden en las márgenes del Alto Bío-Bío. Esta acusación no es exagerada, porque después de reconocerse algunos errores, muchas injusticias se enmendaron mediante indulto presidencial.La falta de medios, la imposibilidad de trabajar, la inclemencia del tiempo, el hambre, la desolación y el temor constante de caer en manos de las fuerzas que les perseguían, convirtió a los labriegos, generalmente mapuches, en seres errantes y resentidos, en una suerte de animales trashumantes. Se les fueron plegando los que sintieron que se les aproximaban las horas parecidas, los que se condolieron de sus penalidades y aquellos que confraternizaron sin hacer preguntas, conociendo estas luchas en otras esferas. Entre éstos, se hallaban trabajadores de los lavaderos de oro, jornaleros del túnel Las Raíces y también algunos ferroviarios y camioneros que se sumaron a la protesta.Los piñones que sostenían a estos valerosos fugitivos se hacían cada día más escasos. Tampoco tenían tabaco ni yerba mate. Sin embargo, las pulperías estaban atiborradas. Eran sostenidos por otros campesinos que día a día les ayudaban a ocultarse. En cada traslado se hacían de nuevos amigos que se esmeraban por mitigar la angustia que les acosaba. Así, sin acuerdo, estos abatidos campesinos se convirtieron en auténticos y primitivos caudillos que auspiciaron, sin pensarlo siquiera, un proceso de reforma sustancial del régimen de propiedad de la tierra.Sin un discurso, pidiendo alojamiento o comidas con la sola transparencia de la angustia impresa en la mirada, los fugitivos reunieron a la plebe en las montañas, la ilustraron con el ejemplo y la intuición sobre el valor de la libertad, de la justicia y de la necesidad de crear un derecho igualitario fundado en la razón. Sin predicar, evangelizaron sobre la virtud y el significado de la paz entre los hombres. Parece un milagro, el milagro que avanza hacia la solidaridad. Sólo pedían opción al trabajo humano y tranquilo…Si en su escapada hubieran recorrido todo el territorio, no quedaría un solo chileno sin comprenderlos ni solidarizarse con ellos.Pero su andar quedó limitado a las cuencas de los ríos Chaquilvin, Ranquil, Pulul, Mitrauquén, Pehuenco y Pino Solo, todos tributarios del Bío-Bío, que se alimenta con aguas de los lagos Galletué e Icalma. Su radio de influencia abarcó únicamente lugares tales como Lolco, Ranquil, Nitrito, Quilleime, Trubul y Lonquimay. Bastaron, sin embargo, esas puntas de lanza para que se creyera que había estallado la revolución social y se enviara a miles de carabineros a sofocar a los insurgentes, cuya rebeldía debía reprimirse a cualquier costo de vidas. El general Arriagada y su lugarteniente, el coronel Délano Sorucco, dirigieron la funesta campaña.Pronto comenzaron los hostigamientos en toda la zona. Algunos cedieron ante la amenaza de las carabinas, más casi todos hicieron frente con arrojo al esbirro armado bien montado. En esporádicos combates, la aguerrida comunidad de mapuches, obreros y campesinos depuestos, hizo retroceder a las fuerzas policiales, escaramuzas en que ganaron armas y municiones, que quedaron dispersas o enredadas en la montaña. Durante las noches, los amotinados preparaban sus planes para burlar a los atacantes y adiestrar a los que saldrían a la vanguardia. Al dilatarse la campaña de defensa, aumentaba la rebeldía, pero a la vez que se sublevaban las conciencias se agotaban los víveres, sin que hubiera medios para reponerlos. Los campamentos levantados en los lavaderos de oro, hasta donde llegaron numerosísimas familias de campesinos desplazados, fueron quedando desiertos.Cientos de trabajadores del túnel se plegaron con entusiasmo, sin medir las consecuencias. Sin dinero y sin medios de subsistencia, nadie les fiaba. El odio crecía.Las primeras embestidas nocturnas se dirigieron a las pulperías. El saqueo fue total, sin misericordia. Los pulperos que opusieron trabas o resistencia pagaron con sus vidas el forcejeo. Igual suerte corrieron algunos hacendados. A raíz de esta arremetida sangrienta, algunos de los amotinados desertaron confundidos por el terror. Acaso de entre ellos surgió el delator que llevó la alarma hasta Curacautín, centro de operaciones de las fuerzas de orden. Bien comidos y abrigados con sus nuevos ponchos de castilla, poseedores de gran cantidad de aguardiente y vino, con tabaco, yerba y harina para todos, y con muchos tiros y escopetas flamantes, se sintieron seguros e invencibles.Sin embargo, los verdes no se hicieron esperar muchos días. De improviso aparecieron por todas partes en gran número. Rodearon los sublevados, invadieron el rancherío provisional con furor y mataron a todos los que encontraron a su paso, sin averiguar nada. Los campamentos desocupados también fueron arrasados, quemados los enseres y los colchones rasgados a yatagán.Más de dos mil quinientos hombres y mujeres cayeron en la redada. De estos, quinientos quedaron atados como animales a improvisados palenques. En una operación de ablandamiento les dejaron dos días sin comer ni beber, casi desnudos, bajo incesante lluvia. Evidentemente, muchos escaparon, porque se ha estimado en diez mil el número de los desvalidos, sus mujeres e hijos. Esta sola cifra basta para considerar la magnitud de la tragedia de esas familias errantes, sin ningún destino, las que para cruzar a Argentina deberían hacerlo subrepticiamente, a través de pasos cordilleranos no habilitados, desiertos cubiertos de nieve, cruzados por ríos torrentosos, o por entre encarpados y amenazadores riscos.Asesinato de 477 prisioneros campesinos e indígenas en el Bío-Bío.
Quinientos prisioneros quedaron acorralados y luego fueron apegualados a las cinchas de las cabalgaduras de sus captores que en esta inhumana y degradante condición los arrastrarían hasta Curacautín, para embarcarlos luego a Temuco, donde se les juzgaría. Sin embargo, esta maniobra no se cumplió como fue planteada en principio porque tal como lo denunció el senador Juan Pradenas Muñoz, a Temuco llegaron sólo 23 hombres.El resto fue fondeado en el río Bío-Bío, después de lanzar sobre sus cuerpos ráfagas de ametralladora. El senador Silva Cortés explicó que la prensa tendió una cortina de humo para silenciar y ocultar la verdad sobre estos sucesos.Únicamente e diario La Opinión informó sobre los crímenes y abusos que originaron las protestas campesinas y también acerca de la conducta alevosa de los carabineros. A causa de esa crónica, el diario fue asaltado, destruido y empastelado por agentes secretos el 5 de julio de 1934. El Mercurio, que no quiso permanecer ajeno a la barbarie, dijo el 7 de julio de 1934: “Ha sido sofocado el movimiento sedicioso en el sur. Las tropas comandadas por el coronel Délano Sorucco lograron encerrar 500 revoltosos en Lolco. Casi todos los insurrectos han sido tomados prisioneros. El general Arriagada sigue avanzando hacia el sitio de la revuelta”. Esta declaración confirmó la denuncia hecha en el Senado por Juan Pradenas Muñoz. Los asesinatos en esa ocasión fueron 477.La emboscada de la policía en el Alto Bío-Bío, que dio lugar a los hechos descritos, ocurrió el 29 de junio, es decir, sólo seis días antes. Se estima que no fueron las denuncias relativas a este caso las que motivaron la bárbara tropelía contra el diario La Opinión, sino los ataques a la política económica y financiera del gobierno, manejada de manera absoluta por el ministro de Hacienda Gustavo Ross, quien no aceptaba críticas de ningún orden a los arreglos que hizo para consolidar la deuda externa del estado y de las municipalidades, para luego proceder a negociar su servicio.Los adversarios políticos supusieron que los arreglos con los acreedores no fueron debidamente explicados y, por tanto, ofrecían sospechas. Frente a tales denuncias, la mayoría derechista se apresuró a dar votos de confianza a la política financiera de Ross. Alessandri se defendió ante el país de las inexplicables actuaciones de su gobierno, con un manifiesto rico en alegatos de orden sentimental. La opinión pública, lejos de escucharle, continuó perdiendo la fe en sus palabras, especialmente porque cada día se acentuaba más y más la presión reaccionaria.Para perseguir al radicalismo, que se aproximaba a la izquierda, los conservadores intentaron reestructurar la educación pública, revisar los impuestos y restringir los gastos fiscales, poniendo énfasis en la supresión de empleos. Era una forma de limpiar, según expresión de ellos, la administración que se hallaba infestada de subversivos y de enemigos de la sana política económica que guiaba Ross. Por su parte, el partido Liberal consideró que la reciente ley sobre colonización agrícola era un paso hacia el desconocimiento del derecho de propiedad, porque permitiría la expropiación de fundos sin más control que la opinión de ineptos funcionarios que ni siquiera conocían el campo.El Congreso se dio por descontado que la actitud conservadora respondía a un plan permanente de mantener una administración pública a su amaño y reducir al profesorado nacional a estricta vigilancia. Se consideró, asimismo, que lo expuesto por los liberales no pasaba de ser una falacia, en atención a que los predios que se colonizarían serían, primero, los fiscales aptos y disponibles y luego, los ofrecidos por sus dueños en venta. La facultad de expropiación se limitaría exclusivamente a las tierras agrícolas aptas abandonadas o no cultivadas.Los que patrocinaron la ley de colonización estaban fuertemente impresionados por los luctuosos hechos acaecidos en el Alto Bío-Bío, porque allá quedaron allegadas a otros habitantes pobrísimos, miles y miles de familias campesinas expulsadas de sus antiguas posesiones o reductos. Las palabras de los mapuches Aillapán y Reyes Huinca, sumadas a los informes de Arcaya y Dowling, la acreditada existencia de los problemas descritos por los parlamentarios, más los testimonios nuestros, permitieron asegurar que en realidad los labriegos que vagan por las cordilleras en busca de algún sitio donde arraigarse marca una trayectoria de decadencia que los llevará ineluctablemente a una condición cavernícola, en caso de no atenderse de inmediato el problema.En la Cámara e diputado Carlos Müller, abundando en la materia, dijo que los marginados y perseguidos han perdido desde hace tiempo todo contacto con la civilización. Luego, agregó: “Al verificar semejante estado de cosas he temblado de espanto, porque allí el hombre carece de designio, de voluntad y de deseos de vivir”. No había otro destino para esos compatriotas que desfallecían de inanición, diezmados por enfermedades y plagas. Sin embargo, el acosamiento seguía impenitente. Las bancas de la derecha guardaban mojigato silencio. La prensa controlada por el partido Conservador se refirió con desaprensión al tema, derivando sus consecuencias al avance del comunismo.Este doloroso tema fue confirmado en laboriosas investigaciones judiciales que dieron varias vueltas a través de tribunales civiles y militares, llegando hasta la misma Corte Suprema. Fue definitoria la resolución a que arribó Franklin Quezada, ministro de la Corte de Apelaciones de Temuco, que en sentencia del 23 de marzo de 1935, declaró que los reos Onofre Ortiz Salgado, Juan Orellana Barrera, Florentino Pino Valdebenito, Juan Bautista Valenzuela Sagredo, Pablo Ortíz Escobar e Ismael Cartes Jara, acusados de robo con violencia en las personas y pulpería de Juan Zolezzi y José Frau, en el homicidio de Rafael Bascuñan y robos en el fundo Cotraco y pulpería de Bruno Ackermann, procedía el sobreseimiento en virtud de la ley de amnistía Nº 5483, del 13 de septiembre de 1934. La acuciosa e inteligente investigación practicada por el ministro dio origen a la ley de amnistía que surgió como un “mea culpa” generalizado.La acusación de maltrato a carabineros en las personas de José Luis Reyes y Luis Maldonado, también dio origen a otro sobreseimiento dictado el 22 de noviembre de 1934. A la vista de estos antecedentes no cabe otra conclusión que condenar en la historia el alevoso asesinato de más de quinientos inocentes que solamente pretendieron mantenerse en sus viviendas y seguir trabajando en medios cuyo usufructo se transmitía por sucesión natural, “abinitio”. El holocausto fue, pues, responsabilidad de un gobierno que en lugar de resolver con inteligencia un problema social de fácil desenlace, echó manos de una policía exaltada e inconsciente, que sobrepasó su función, mostrando un celo profesional exagerado y envilecido en la sangre de sus víctimas.Muchos años más tarde, durante el gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez, y tras diligencias del diputado Miguel Huerta Muñoz, una comisión integrada por los ministros Ernesto Pinto Lagarrigue, Julio Phillipi y Jorge Saelzer dio solución definitiva al problema de Ranquil y a muchos otros parecidos originados en esa región, radicando legalmente en las tierras en disputa a sus antiguos ocupantes. De este modo se confirmó que los gobernantes, por insensibilidad o negligencia, trataron los problemas de la tierra y de su gente dejándose seducir por codiciosos señorones que aspiraban a la condición de terratenientes a costa de muchas vidas y dando rienda suelta a inconscientes esbirros.Dispersos en estancias, trabajando en obras públicas o en los huertos de Neuquen y Río Negro, rehicieron sus vidas y fundaron fecundas moradas cientos de familias que escaparon a la carnicería y cruzaron a la Argentina tras padecer indescriptibles fatigas y penalidades. Muchas familias no regresarán jamás, porque a lo largo de los años, merced a su esforzado trabajo y a la acogida de benévolos vecinos, hallaron una nueva patria que les cobijó y abrió otros horizontes a sus hijos que se diseminaron por las extensas llanuras de la Patagonia. Acaso muchos nietos de los fugitivos serán hoy prósperos ciudadanos argentinos que ni siquiera saben por qué razones nacieron tan lejos del terruño que cultivaban sus antepasados allende Los Andes.
Reinaldo Morales, Agricultor, investigador, poeta, historiador y escritor cañetino. © Mapuexpress - Informativo MapucheSe autoriza su reproducción citando la fuente.

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